Para la mayoría de las personas, el tema de la televisión digital, abierta y gratuita, está asociada a la posibilidad de tener un mayor número de canales. Imaginan una oferta que supera largamente la actual en cantidad y que está asociada a una mejor calidad técnica en la recepción de la imagen y el sonido.
El público quiere ver televisión con la mejor calidad técnica posible y de la manera como lo ha hecho hasta ahora. A juzgar por la cantidad de aparatos receptores, inteligentes (Smart TV) o no, que se han vendido en los últimos meses, a nadie le preocupa mucho la inversión que esto trae aparejada. La promesa de más y mejor televisión parece demasiado atractiva.
Hoy un proyecto que modifica la Ley orgánica del CNTV con más de 500 indicaciones se encuentra en una comisión conjunta del Senado para una discusión que se presume tomará algún tiempo. Pretende resolver en un solo cuerpo legal temas técnicos, administrativos y de regulación.
Pero como todo proyecto debemos revisar su forma y fondo
La forma en que este nuevo avance y su casi incomprensible tecnología, con siglas que poco explican –como TDT , TDH, Simulcast , ISBT– y numerosos artículos de prensa que explican cómo estas señales serán distribuidas en el país es interesante, atractiva, y parece el núcleo del tema.
Pero después de algunos momentos de reflexión, podríamos concluir que para el público, un mayor análisis del mundo de la tecnología es casi innecesario. Si en la solución final se utiliza una red terrestre (TDT) o una transmisión directa del satélite al hogar (DTH), o si el período que deberán convivir los sistemas análogos y digitales (Simulcast) es de 5 o 10 años es prácticamente indistinto: los ingenieros de nuestros canales están perfectamente capacitados para implementar la solución final que se adopte, que a la postre pasará por el monto de la inversión y que, dicho sea de paso, no es menor: equivale a 6 o 7 años de las utilidades de la industria completa que los canales tendrán que asumir con sus propios recursos.
Podríamos imaginar entonces, idealmente y en un plazo más o menos breve, una pantalla llena de canales con posibilidad de conectarse a Internet (el futuro) y con capacidades interactivas. Desde un punto de vista técnico, un éxito total.
Pero superadas las vallas tecnológicas (un desafío oneroso pero abordable), la cuestión de fondo es los contenidos que transportaremos por este medio y cómo se podrían financiar. Aquí los problemas se agudizan y complejizan en forma importante.
Actualmente los canales disponen solo de los recursos que obtienen de la venta de publicidad y destinan más del 50% de sus ingresos a la preparación de sus programas, con el agravante de que el monto total de la inversión publicitaria no ha crecido; se mantiene estable desde hace varios años.
Estamos hablando de una industria influyente pero pequeña, frágil y llena de obligaciones.
Sin nuevas fuentes de recursos, parece poco probable que la industria, en las condiciones actuales, sea capaz de aumentar sus porcentajes de producción sin dañar seriamente la calidad de sus realizaciones u obligándola a extranjerizar su oferta más allá de un equilibrio recomendable.
Actualmente un canal transmite alrededor de 7.000 horas al año. En nuestro país los canales de televisión abierta agrupados en Anatel, emiten alrededor de 50.000 horas anuales. Imaginemos por un momento la llegada de otros siete canales. ¿Seremos capaces de producir o encontrar en el mercado internacional 100.000 horas de relativo buen nivel o caeremos en una vorágine de mediocridad sin sentido?
Por otra parte no falta quien se pregunta, y quizás con razón, si la oferta actual es la adecuada. Hay evidentemente una homogeneidad: pareciera que la tendencia va en el sentido de una entretención mayoritariamente liviana, en perjuicio de programas de mayor contenido y todo bajo la premisa de que es lo que la gente busca, lo que la satisface y lo que entrega los ratings necesarios para obtener los recursos. Se asemeja más a una espiral perversa que a un círculo virtuoso.
En ocasiones se escucha que este fenómeno es mundial y que en todas partes ocurre lo mismo. Al revisar las ofertas de países desarrollados efectivamente encontramos el mismo tipo de programas, pero son fruto de otras fuentes de financiamiento, en una proporción diferente que permite espacios para conversación, análisis, ciencia, tecnología, economía, política nacional e internacional, medicina y otros. Finalmente es una decisión soberana de cada canal y es el público el encargado de resolver.
Agreguemos a lo anterior que la disposición del espectador –el momento en que podrá acceder a estos contenidos– necesariamente cambiará con las nuevas tecnologías. La TV móvil o los equipos que nos permiten ver a la hora que más nos acomode los programas que nosotros seleccionaremos previamente alterarán nuestros hábitos. El espectador estará empoderado como nunca antes, y dejará de ser un consumidor pasivo para transformarse en uno activo, crítico y dueño de sus tiempos.
La ingeniería nos abrirá espacios y posibilidades hoy inimaginables, pero sin duda los contenidos serán las estrellas de esta nueva revolución que nos trae la tecnología digital. Es el punto medular al que debemos dirigir nuestros esfuerzos. La calidad de los programas, la creatividad y diversidad de la oferta generada a un costo accesible será el verdadero tema de fondo. Sin contenidos aceptables tendremos un mundo vacío y una vez más habremos confundido el medio con el fin.
Después de todo, nuestros parlamentarios y reguladores han tenido razón en dilatar la discusión legislativa. Hemos ocupado demasiado tiempo en discutir sobre la duración de las concesiones, la televisión de pago o los porcentajes de esto o aquello. Todo muy importante, pero lo único realmente valioso son los contenidos.
Para su ejecución los canales requieren estabilidad, reglas claras, diseñar e implementar nuevas fuentes de recursos, neutralidad tecnológica para utilizar los avances que la ingeniería moderna nos entrega y sobre todo la defensa de la propiedad de sus contenidos.
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